“Hoy, cuando aquel mundo de seguridad hace tiempo que fue arrasado por la gran tormenta, sabemos de una vez por todas que era un castillo de naipes. Con todo, mis padres vivieron en él como si fuera una casa de piedra.” (Stefan Zweig, El mundo de ayer)
Han corrido ríos de tinta respecto a la peliaguda cuestión de España y la modernidad. Según el manido cliché revertiano, ya convertido en puro meme, perdimos el tren dos veces: primero en Trento y más tarde en el tumultuoso XIX. No es intención de este texto dirimir un tema tan complejo, pero más allá del eterno “Lutero se comió mis deberes” y centrándonos en el terreno económico, algo ha de haber cuando buena parte del país considera el ánimo de lucro un pecado, y los que se salvan no pasan de ganapanes con ínfulas.
España es un país profundamente anticapitalista. Unos defienden que es por culpa de los empresarios, cicateros explotadores que harán lo que puedan y más para ahorrarse media peseta aunque eso repercuta para mal en el bienestar de los empleados o en la calidad del servicio; otros defienden que la culpa es de los trabajadores: abúlicos, displicentes, suspicaces. Mi opinión es que ambas cosas son verdad, que una retroalimenta a la otra y viceversa, y que son dos fenómenos derivados de ser una sociedad cínica por naturaleza, de gente que ante todo se cree muy lista y que a ellos nadie se la va a dar con queso.
“Alquilar es tirar el dinero”
Uno de los factores que hace que el problema de la vivienda en España sea aún más complicado que en otros países de nuestro entorno tiene que ver con esto, la mentalidad antieconómica y la concepción del capitalismo como un juego de suma cero. El excedente no se reinvierte aquí en nuevas empresas (¡Que inventen ellos!), sino siempre en la misma. En naciones de tenderos se arriesga en la bolsa, aquí se compra otro piso. No estoy sugiriendo que el Norf FC de turno tenga amplios conocimientos sobre el mercado bursátil, solo apunto que la querencia de los españoles por el ladrillo es algo que parece imbricado en nuestro ADN, como el comercio en el de los ingleses. Hemos oído mantras al respecto una y otra vez, incluso algunos que dependían de un contexto que ya no existe, con una peseta débil y constantes devaluaciones. Es cierto que si nos atenemos a los resultados no ha lugar a la crítica. Con los números en la mano, a casi todo el mundo le ha salido bien. Los boomers han realizado con sus pisitos el milagro de los panes y los peces e incluso algunos de los que compraron en el cénit de la burbuja inmobiliaria tienen derecho a citar a Joan Laporta: ¡al loro! No faltará quien piense que esta historia tiene una moraleja muy evidente. El labriego con su pisopaco ha conseguido un rendimiento superior al de cualquier trajeado balanceando activos y comparando EBIDTAs. ¿Macabra lección de vida?
Es evidente que no es lo mismo vivir alquilado que en propiedad. No hace falta sacar la calculadora, no tiene que ver con lo que se pague o se deje de pagar. Es una cuestión de seguridad, de estabilidad, de pertenencia. De identidad, incluso. El alquilado vive de paso. Depende en demasía de las veleidades del mercado, que no afectan de la misma manera a quien paga religiosamente su hipoteca (preferiblemente a tipo fijo). “Hasta que no pagues lo que toca, la vivienda es del banco”, dirá el cínico. Quien tiene una meta tiene un camino trazado, respondo yo. El alquilado no cuida la vivienda de su casero con el mismo cariño con el que un propietario cuida su hogar, no planifica el futuro con la misma diligencia que quien no tiene un campamento base desde el que planificar. La hipoteca ata, pero también arraiga.
En definitiva, este es un debate que trasciende con mucho lo financiero. Y aún así yo defiendo que ha de abordarse desde una perspectiva, ante todo, financiera.
Rentabilidades pasadas…
Partamos de la base de que el inmobiliario está muy caro. Cualquier cosa está muy cara, de hecho. De 2008 se salió con una taza de impresora y de 2020 con taza y media, las consecuencias son las que estamos viendo. La diferencia entre el inmobiliario y otros activos es que las casas hay que comprarlas enteras - no vamos a entrar ahora en REITs o SOCIMIs - y esto supone desembolsar grandes cantidades. En nuestro mundo global hay mucho dinero ocioso disponible y así lo atestigua que cada vez se compren más viviendas al contado, pero el común de los mortales ha de pedir un préstamo. Esto, según se mire, puede llegar a interpretarse como una ventaja. Si yo voy al banco a pedir cientos de miles de euros para comprarme cinco bitcoins o un buen puñado de acciones de Microsoft dando solo un 20% de entrada, el banquero me mandará, con razón, a freir espárragos. La vivienda sigue siendo el colateral más accesible al ciudadano medio.
Aún si vemos esto como una ventaja nunca hay que perder de vista que estamos endeudándonos, ergo reduciendo nuestra capacidad de acción. Una persona que se hipoteque a varias décadas y que no tenga grandes ahorros está entrando en una rueda de la que no puede salir salvo que aumente mucho sus ingresos y pueda amortizar de forma anticipada. Ya he escrito antes que estoy a favor de darle valor al compromiso en una época que no se lo da, pero, ceteris paribus, tener más libertad siempre va a ser mejor que no tenerla. Tener liquidez permite elegir, tener deuda solo da pie a seguir órdenes. Por eso no me parece tan rara la queja recurrente que he leido y escuchado respecto a que, a día de hoy y para pisos similares, puede llegar a costar más un alquiler que una hipoteca.
Quizá no surja de forma natural plantearse el tema así pero es la mejor forma de hacerlo: cuando vivimos en una vivienda de nuestra propiedad nos la estamos alquilando a nosotros mismos. Solo con este enfoque podemos hacer la contabilidad de forma correcta y evitar caer en sofismas. Evidentemente que es mejor no tener que abonarle ese servicio de alojamiento a un tercero; eso no quita que lanzarse a comprar una vivienda sobrepreciada y gastar de golpe los ahorros de años en una entrada con el único objetivo de “dejar de tirar el dinero” es el típico comportamiento antieconómico al que me refiero en los primeros párrafos y que profundiza en el problema.
“You don’t have the cards”
En nuestra esquinita de X hay debates efusivos sobre las distintas aristas del problema. ¿Es más importante aumentar oferta o reducir demanda? Quitarnos de encima nuestro trauma con la construcción podría conllevar una bajada de precios, pero quizá sea más importante cerrar fronteras para que la inmigración no absorba esa supuesta bajada. Más debates, rentabilidad vs riesgo. ¿Afecta seriamente la okupación, o es un espantajo agitado por los propietarios para mantener el precio alto? Todo esto es muy importante pero, como estamos ya en una situación desesperada, empieza a vislumbrarse otro factor: el ansia, la irracionalidad, el fear of missing out. Hipotecarse porque sí, porque tengo treintayequis años, si no lo hago ya mañana será más caro y no quiero seguir tirando el dinero.
No es plato de buen gusto, claro. Hay quien lleva esperando al derrumbe más de un lustro y el derrumbe no se da. ¿Cómo puede ser esto?, se dirá, tal y como están los sueldos y los alquileres ahora mismo no se puede vivir, esto ha de explotar en algún momento. Y sí, explota… hacia arriba. Esta dinámica ha hecho tomar decisiones equivocadas hasta al mismísimo Isaac Newton durante la burbuja de los Mares del Sur. La irracionalidad puede durar mucho como ya dijo Keynes, puede durar tanto como toda una vida. El inmobiliario no es, a priori, una buena reserva de valor. Inmóvil como su propio nombre indica, ilíquido, indivisible, más sujeto a la acción del Estado que cualquier otro activo… y sin embargo nuestros padres solo vieron como su valor crecía. En los 70, en el Un, dos, tres a los concursantes se les daba a elegir entre el coche o el apartamento en Torrevieja y aquello resultaba una duda razonable1 . Más tarde llegó el primer gran aumento de precios, el famoso decreto Boyer, un pequeño parón en los 90 y luego vuelta otra vez, sube y sube y sube hasta el punto de que surgió un nuevo especimen, los famosos pasapiseros. Llegó 2008, el apocalípsis… y resulta que ahora estamos otra vez igual. Son muchos años, muchas vidas truncadas, mucha rabia acumulada. Mucho dinero ganado con esfuerzo que ha ido a parar a caseros que no han hecho nada más allá de nacer antes y apostar al mismo caballo al que apostó todo el mundo. Pero eso no significa que meterse en la rueda sea siempre la opción correcta. En nuestro particular trasunto de la discusión Trump-Zelenski, si no tenemos las cartas, quizá haya que darse mus.
Adenda: ¿Élites? ¿Que élites?
He tratado de abordar el tema buscando más un enfoque operativo que analítico, que se me escapa algo más (lo operativo no escapa a nadie porque todos tenemos que operar en este mundo, tengamos las herramientas que tengamos). Carlos H. Quero, diputado de VOX, ha escrito un artículo fantástico, comparando distintos escenarios y sacando a la palestra lo sucedido en la década de los 20 y de los 60 del siglo pasado. Poco puedo aportar yo ante lo expuesto por un doctor en Historia. Sin embargo, quisiera acabar mi texto con una pequeñísima puntualización al suyo. Cito de su último párrafo:
Si se piensa bien, 2025 no está tan lejos de 1920 ni de 1960. Hay problemas comunes: llegada masiva de personas a las grandes ciudades; crecimiento explosivo de la demanda; pérdida de ingresos reales de las familias; oferta insuficiente; precios inasumibles; enormes bolsas de población al borde de la exclusión social; y estrategias de supervivencia que no solo rozan la infravivienda o el hacinamiento para los estándares de cada época, sino que ponen en entredicho el equilibrio social y la viabilidad de los itinerarios vitales de las familias. Siendo parejas las cuestiones de fondo, son las respuestas de las elites de cada momento las que difieren, porque difiere también su sentido de la comunidad, la justicia y la responsabilidad. Ayer propiciábamos que Paco y Marta fueran dueños de su hogar, tuvieran hijos y no tuvieran que ir dando tumbos.
Lo que se dice en este fragmento es cierto, aún así creo que introducir aquí a las élites es hacernos trampas al solitario. Compro que no es igual el sentido de comunidad, justicia y responsabilidad de las élites actuales que el de las pretéritas. Mas tengámoslo siempre en cuenta: salvo casos muy particulares, nuestro casero no es Blackrock, nuestros caseros son nuestros padres y nuestros tíos. Que sea una píldora dura de tragar no la hace menos cierta.
Los coches, en el último lustro y muy particularmente en España, han crecido tanto de precio que el ejemplo no es ya tan chocante como me gustaría.